África y yo somos hermanas separadas al nacer, como nuestros perfiles lo demuestran.
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Abya Yal, Me dicen América. Lea el artículo completo haciendo clic en la imagen
Artículo Tomado de Telesur
Fuente: Eduardo Rothe
Me llamo Abya Yala,
pero me dicen América. África y yo somos hermanas separadas al nacer,
como nuestros perfiles lo demuestran. Soy la más alta, llego de polo a
polo, pero África fue la primera en tener hijos, que cubrieron la
tierra. Mientras tanto, aislada por los mares, estuve sola mucho tiempo y
fui la última poblada por humanos, que me llegaron medio blanqueados
por el frio: unos por el norte, cubiertos de pieles, otros por el mar,
cubiertos de sol. En mí, encontraron el jardín de las delicias, como
corresponde a una mujer madura: grandes ríos, largas cordilleras,
altísimas cascadas, inmensos bosques, selvas y llanuras. Todas las
riquezas que se necesitan para formar un mundo.
Palabras de una madre
Mis humanos crecieron y se criaron según el ambiente que les tocó en
suerte: los selváticos, que lo tenían todo, fueron más lentos porque
apenas tenían que adaptarse, a los otros la necesidad los obligó a crear
y transformar. Así nacieron mis naciones, en pequeñas comunidades
armónicas y dispersas, o en grandes imperios que edificaban y
conquistaban. A los pequeños le bastaban sus dioses naturales, pero las
grandes civilizaciones requerían dioses terribles y complejas
cosmologías. No todo era idílico, es cierto, también se disputaban y
peleaban, ya se sabe como son los hijos, pero no puedo quejarme: eran
susceptibles de bondad, avanzaron en la agricultura y el comercio, se
elevaron al dominio de las ciencias y crearon ciudades asombrosas. Se
llevaban bien con la naturaleza, y cuando, a sabiendas o no, la
atropellaban, ella les hacía pagar un alto precio: Nazca, Isla de
Pascua, Petén son tristes vestigios de ese error.
Y así, por miles de años, siguió el curso natural de las sociedades
humanas hasta que, hace 5 siglos, por mar, llegaron los israelíes...
perdón, los europeos, y comenzó la catástrofe. Los invasores traían
armas desconocidas: cañones y arcabuces, caballos que impresionaban y
perros que eran verdaderas maquinas de muerte. Pero, lo peor que
trajeron fueron sus enfermedades: las del cuerpo que diezmaban a la
gente, las del alma que eran la codicia y la crueldad, el racismo y el
miedo, las cuatro hadas malignas del dinero. Desterraron a los dioses,
prohibieron las lenguas, borraron milenios de sabiduría, impusieron sus
idiomas y creencias. Por tres siglos saquearon mis riquezas,
esclavizaron a mis hijos, y cuando éstos se agotaron, fueron a
secuestrar, y esclavizar a los hijos de África. Hicieron desiertos que
llamaron paz, organizaron una inmensa injusticia que se llamó Imperio.
Pero el tiempo hace milagros: las razas se mezclaron, los descendientes
de los invasores comenzaron a amarme y a sentirse parte del maravilloso
nuevo mundo en que vivían. Se rebelaron contra Europa y sus imperios,
combatieron grandes guerras y fueron, finalmente, independientes. Pero
llevaban en ellos el prejuicio y la injusticia de sus padres, y la nueva
América se siguió pensando como Europa y, como ella, estuvo dividida y
de espaldas a la gran realidad común del continente. Pero el amor, la
razón, la rebeldía, siguieron exigiendo más, reclamando unidad y
alimentando con héroes la hoguera en que se quema a los herejes. Por
mucho tiempo mis mejores hijos murieron en prisión, en la tortura, o con
las armas en la mano, como todavía sucede en los enclaves que conservan
los imperios a través de traidores y malinches, donde siguen
sacrificando jóvenes a los dioses del oro y del poder.
Pero eso son sombras de la noche triste que se resisten a la luz del
alba: hace muy poco algunos de mis pueblos comenzaron una nueva era, y
comprendieron, al fin, la importancia de la unidad en la diversidad, del
pensamiento propio, entendieron que eran como un archipiélago, unido
por lo que antes creían que los separaba. Selvas, mares, y ríos,
llanuras y desiertos, dejaron de ser obstáculos y tapones, se volvieron
caminos hacia el gran secreto de Abya Laya, hacia el aflorar de la
América profunda. Mis nuevos hijos comprendieron la importancia de las
lenguas y el pensamiento originarios. Decidieron conocerse para ser
hermanos, para ser libres, para mostrarle al mundo una verdadera familia
de pueblos y una nación de naciones que nace del pasado y se va
haciendo presente y futuro para la Humanidad. Mis hijos finalmente
quieren y pueden nombrarse, decirse y escucharse, mostrarse y verse como
son. Para lograrlo, hace diez años fundaron teleSUR.
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Me llamo Abya Yala,
pero me dicen América. África y yo somos hermanas separadas al nacer,
como nuestros perfiles lo demuestran. Soy la más alta, llego de polo a
polo, pero África fue la primera en tener hijos, que cubrieron la
tierra. Mientras tanto, aislada por los mares, estuve sola mucho tiempo y
fui la última poblada por humanos, que me llegaron medio blanqueados
por el frio: unos por el norte, cubiertos de pieles, otros por el mar,
cubiertos de sol. En mí, encontraron el jardín de las delicias, como
corresponde a una mujer madura: grandes ríos, largas cordilleras,
altísimas cascadas, inmensos bosques, selvas y llanuras. Todas las
riquezas que se necesitan para formar un mundo.
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Me llamo Abya Yala,
pero me dicen América. África y yo somos hermanas separadas al nacer,
como nuestros perfiles lo demuestran. Soy la más alta, llego de polo a
polo, pero África fue la primera en tener hijos, que cubrieron la
tierra. Mientras tanto, aislada por los mares, estuve sola mucho tiempo y
fui la última poblada por humanos, que me llegaron medio blanqueados
por el frio: unos por el norte, cubiertos de pieles, otros por el mar,
cubiertos de sol. En mí, encontraron el jardín de las delicias, como
corresponde a una mujer madura: grandes ríos, largas cordilleras,
altísimas cascadas, inmensos bosques, selvas y llanuras. Todas las
riquezas que se necesitan para formar un mundo.
Palabras de una madre
Mis humanos crecieron y se criaron según el ambiente que les tocó en
suerte: los selváticos, que lo tenían todo, fueron más lentos porque
apenas tenían que adaptarse, a los otros la necesidad los obligó a crear
y transformar. Así nacieron mis naciones, en pequeñas comunidades
armónicas y dispersas, o en grandes imperios que edificaban y
conquistaban. A los pequeños le bastaban sus dioses naturales, pero las
grandes civilizaciones requerían dioses terribles y complejas
cosmologías. No todo era idílico, es cierto, también se disputaban y
peleaban, ya se sabe como son los hijos, pero no puedo quejarme: eran
susceptibles de bondad, avanzaron en la agricultura y el comercio, se
elevaron al dominio de las ciencias y crearon ciudades asombrosas. Se
llevaban bien con la naturaleza, y cuando, a sabiendas o no, la
atropellaban, ella les hacía pagar un alto precio: Nazca, Isla de
Pascua, Petén son tristes vestigios de ese error.
Y así, por miles de años, siguió el curso natural de las sociedades
humanas hasta que, hace 5 siglos, por mar, llegaron los israelíes...
perdón, los europeos, y comenzó la catástrofe. Los invasores traían
armas desconocidas: cañones y arcabuces, caballos que impresionaban y
perros que eran verdaderas maquinas de muerte. Pero, lo peor que
trajeron fueron sus enfermedades: las del cuerpo que diezmaban a la
gente, las del alma que eran la codicia y la crueldad, el racismo y el
miedo, las cuatro hadas malignas del dinero. Desterraron a los dioses,
prohibieron las lenguas, borraron milenios de sabiduría, impusieron sus
idiomas y creencias. Por tres siglos saquearon mis riquezas,
esclavizaron a mis hijos, y cuando éstos se agotaron, fueron a
secuestrar, y esclavizar a los hijos de África. Hicieron desiertos que
llamaron paz, organizaron una inmensa injusticia que se llamó Imperio.
Pero el tiempo hace milagros: las razas se mezclaron, los descendientes
de los invasores comenzaron a amarme y a sentirse parte del maravilloso
nuevo mundo en que vivían. Se rebelaron contra Europa y sus imperios,
combatieron grandes guerras y fueron, finalmente, independientes. Pero
llevaban en ellos el prejuicio y la injusticia de sus padres, y la nueva
América se siguió pensando como Europa y, como ella, estuvo dividida y
de espaldas a la gran realidad común del continente. Pero el amor, la
razón, la rebeldía, siguieron exigiendo más, reclamando unidad y
alimentando con héroes la hoguera en que se quema a los herejes. Por
mucho tiempo mis mejores hijos murieron en prisión, en la tortura, o con
las armas en la mano, como todavía sucede en los enclaves que conservan
los imperios a través de traidores y malinches, donde siguen
sacrificando jóvenes a los dioses del oro y del poder.
Pero eso son sombras de la noche triste que se resisten a la luz del
alba: hace muy poco algunos de mis pueblos comenzaron una nueva era, y
comprendieron, al fin, la importancia de la unidad en la diversidad, del
pensamiento propio, entendieron que eran como un archipiélago, unido
por lo que antes creían que los separaba. Selvas, mares, y ríos,
llanuras y desiertos, dejaron de ser obstáculos y tapones, se volvieron
caminos hacia el gran secreto de Abya Laya, hacia el aflorar de la
América profunda. Mis nuevos hijos comprendieron la importancia de las
lenguas y el pensamiento originarios. Decidieron conocerse para ser
hermanos, para ser libres, para mostrarle al mundo una verdadera familia
de pueblos y una nación de naciones que nace del pasado y se va
haciendo presente y futuro para la Humanidad. Mis hijos finalmente
quieren y pueden nombrarse, decirse y escucharse, mostrarse y verse como
son. Para lograrlo, hace diez años fundaron teleSUR.
Este contenido ha sido publicado originalmente por teleSUR bajo la siguiente dirección:
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16 julio 2015
| Eduardo Rothe
Blog
Palabras de una madre
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Comentarios
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Me llamo Abya Yala, pero me dicen América. África y yo somos hermanas
separadas al nacer, como nuestros perfiles lo demuestran. Soy la más
alta, llego de polo a polo, pero África fue la primera en tener hijos,
que cubrieron la tierra. Mientras tanto, aislada por los mares, estuve
sola mucho tiempo y fui la última poblada por humanos, que me llegaron
medio blanqueados por el frio: unos por el norte, cubiertos de pieles,
otros por el mar, cubiertos de sol. En mí, encontraron el jardín de las
delicias, como corresponde a una mujer madura: grandes ríos, largas
cordilleras, altísimas cascadas, inmensos bosques, selvas y llanuras.
Todas las riquezas que se necesitan para formar un mundo.
Palabras de una madre
Mis humanos crecieron y se criaron según el ambiente que les tocó en
suerte: los selváticos, que lo tenían todo, fueron más lentos porque
apenas tenían que adaptarse, a los otros la necesidad los obligó a crear
y transformar. Así nacieron mis naciones, en pequeñas comunidades
armónicas y dispersas, o en grandes imperios que edificaban y
conquistaban. A los pequeños le bastaban sus dioses naturales, pero las
grandes civilizaciones requerían dioses terribles y complejas
cosmologías. No todo era idílico, es cierto, también se disputaban y
peleaban, ya se sabe como son los hijos, pero no puedo quejarme: eran
susceptibles de bondad, avanzaron en la agricultura y el comercio, se
elevaron al dominio de las ciencias y crearon ciudades asombrosas. Se
llevaban bien con la naturaleza, y cuando, a sabiendas o no, la
atropellaban, ella les hacía pagar un alto precio: Nazca, Isla de
Pascua, Petén son tristes vestigios de ese error.
Y así, por miles de años, siguió el curso natural de las sociedades
humanas hasta que, hace 5 siglos, por mar, llegaron los israelíes...
perdón, los europeos, y comenzó la catástrofe. Los invasores traían
armas desconocidas: cañones y arcabuces, caballos que impresionaban y
perros que eran verdaderas maquinas de muerte. Pero, lo peor que
trajeron fueron sus enfermedades: las del cuerpo que diezmaban a la
gente, las del alma que eran la codicia y la crueldad, el racismo y el
miedo, las cuatro hadas malignas del dinero. Desterraron a los dioses,
prohibieron las lenguas, borraron milenios de sabiduría, impusieron sus
idiomas y creencias. Por tres siglos saquearon mis riquezas,
esclavizaron a mis hijos, y cuando éstos se agotaron, fueron a
secuestrar, y esclavizar a los hijos de África. Hicieron desiertos que
llamaron paz, organizaron una inmensa injusticia que se llamó Imperio.
Pero el tiempo hace milagros: las razas se mezclaron, los descendientes
de los invasores comenzaron a amarme y a sentirse parte del maravilloso
nuevo mundo en que vivían. Se rebelaron contra Europa y sus imperios,
combatieron grandes guerras y fueron, finalmente, independientes. Pero
llevaban en ellos el prejuicio y la injusticia de sus padres, y la nueva
América se siguió pensando como Europa y, como ella, estuvo dividida y
de espaldas a la gran realidad común del continente. Pero el amor, la
razón, la rebeldía, siguieron exigiendo más, reclamando unidad y
alimentando con héroes la hoguera en que se quema a los herejes. Por
mucho tiempo mis mejores hijos murieron en prisión, en la tortura, o con
las armas en la mano, como todavía sucede en los enclaves que conservan
los imperios a través de traidores y malinches, donde siguen
sacrificando jóvenes a los dioses del oro y del poder.
Pero eso son sombras de la noche triste que se resisten a la luz del
alba: hace muy poco algunos de mis pueblos comenzaron una nueva era, y
comprendieron, al fin, la importancia de la unidad en la diversidad, del
pensamiento propio, entendieron que eran como un archipiélago, unido
por lo que antes creían que los separaba. Selvas, mares, y ríos,
llanuras y desiertos, dejaron de ser obstáculos y tapones, se volvieron
caminos hacia el gran secreto de Abya Laya, hacia el aflorar de la
América profunda. Mis nuevos hijos comprendieron la importancia de las
lenguas y el pensamiento originarios. Decidieron conocerse para ser
hermanos, para ser libres, para mostrarle al mundo una verdadera familia
de pueblos y una nación de naciones que nace del pasado y se va
haciendo presente y futuro para la Humanidad. Mis hijos finalmente
quieren y pueden nombrarse, decirse y escucharse, mostrarse y verse como
son. Para lograrlo, hace diez años fundaron teleSUR.
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